La montaña mágica

Habían seguido un trecho del camino trazado irregularmente y paralelo a la vía del tren, en dirección al valle. Luego giraron a la izquierda y cruzaron la estrecha vía, atravesando un curso de agua y subiendo por un camino en ligera pendiente hacia la vertiente cubierta de boscaje; allí, sobre una meseta que avanzaba ligeramente, con la fachada orientada hacia el sudeste, un edificio esbelto, coronado con una torre de cúpula y que a fuerza de miradores y balcones parecía de lejos agujereada y porosa como una esponja, acababa de encender sus primeras luces. El crepúsculo avanzaba rápidamente. Un suave manto rojizo, que en un instante había animado el cielo cubierto, había palidecido, y en la naturaleza reinaba ese estado de transición descolorido, inanimado y triste, que precede a la entrada definitiva de la noche. El valle habitado se extendía ante ellos, alargado y ligeramente sinuoso, iluminado por todas partes, tanto en el fondo como en las vertientes, sobre todo en la de la derecha, que formaba un saliente en el que se escalonaban, como en marjales, las construcciones. La montaña mágica Thomas Mann

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